La novela noventayochista y modernista.
En la segunda mitad del siglo XIX, época de esplendor del Realismo y el
Naturalismo, la novela alcanza una hegemonía absoluta respecto de los
demás géneros literarios, lo que contribuye a la formación de un amplio público
lector. Pero, a
comienzos del siglo XX, la novela necesita replantearse sus bases para superar
el modelo.
Los primeros en renovar el género fueron los escritores de la Generación
del 98: la novela impresionista y escéptica de Baroja; la novela dramática
casi filosófica de Unamuno; la novela digresiva y descriptiva de Azorín y la
novela lírica y decadente al estilo modernista de Valle-Inclán.
La Generación del 98 revitaliza la novela. Cuatro obras de 1902 (Amor
y pedagogía de Unamuno, Camino de perfección de Baroja, La
voluntad de Azorín y Sonata de otoño de Valle) coinciden en el
rechazo al realismo decimonónico y en la angustia vital propia de toda época de
crisis. Se impone la temática existencial, social filosófica; preocupa más la
situación del país que la perfección formal. Los noventayochistas huyen del
costumbrismo y la retórica antigua, por eso tienen un estilo sobrio, sencillo,
natural. Además de la angustia vital, hay otros temas recurrentes: la
preocupación por España, la historia (en la que buscan las raíces del “alma
española”)…
Miguel de Unamuno, nacido en
Bilbao, llegó a Madrid como estudiante universitario. Paz en la guerra, su primera novela, fue
concebida paralelamente a su libro de ensayos En torno al casticismo y
obedece a las mismas ideas y preocupaciones de éste, es decir, la ubicación de
lo español universal por un lado; y, por otro, la necesidad de permitir la
entrada de las ideas europeas a la enclaustrada España. Amor y pedagogía es
su segunda novela y en ella plantea el problema del krausismo: unión de fe y
razón. La aportación de Unamuno radica en la visión humorística y decepcionada
de esta filosofía, una ilustración de la incompatibilidad de la pedagogía
racional con los profundos impulsos naturales.
Cuestionado Unamuno sobre el hecho de que sus libros no eran novelas,
respondió que escribía nivolas, "relatos dramáticos, de
realidades íntimas, entrañadas, sin bambalinas ni realismos en que suela faltar
la verdadera, la eterna realidad, la realidad de la personalidad". Así nace Niebla, en
la que Augusto Pérez es un personaje que consigue llegar a la edad de casarse
sin haber adquirido una identidad definida. Al cabo de un tiempo, Pérez
adquiere una identidad provisional como novio de Eugenia. Pero es tan provisional
que cuando Eugenia se fuga con su amante la víspera de la boda, Augusto, que
hasta muy poco antes no había sido consciente del problema de su auténtica
inexistencia, lo siente ahora de un modo tan agudo que piensa en el suicidio.
Pero primero hace algo que para un personaje de ficción de 1914 no deja de ser
francamente inusitado: va a Salamanca a pedir consejo a Unamuno.
En sus últimos años, en 1931, creó una gran figura literaria: el personaje
de don Manuel de San Manuel Bueno, mártir; un sacerdote rural que
ha perdido la fe pero, paradójicamente, es el sostén de la fe de sus
feligreses. Ángela
Carballino es la narradora y escribe la historia del párroco de Valverde de
Lucerna para preservar su memoria del olvido, una vez que éste ya ha muerto y
ha sido propuesto para un proceso de beatificación. Sólo ella es conocedora de
su secreto. También Lázaro, hermano de Ángela, al que don Manuel ayudó a
convertirse, fue depositario de su secreto, pero también él había muerto. En el
momento de la escritura pesa sobre Ángela la responsabilidad de ser la única
sabedora de la dolorosa verdad: don Manuel no creía en la vida eterna, pero lo
animaba en su ejemplo diario una fe mayor: la de mantener viva día a día la
esperanza de las gentes de su aldea, la de hacer el bien y amar a los demás.
Ángela, a través de sus recuerdos, selectivos y a todas luces incompletos, nos
hace una semblanza de este personaje.
El tema es la alternativa entre una verdad trágica (la muerte) y una
felicidad ilusoria (la creencia en una vida eterna). Es también una novela de la
abnegación y el amor al prójimo. Su estructura externa son 25 secuencias
o fragmentos: las 24 primeras constituyen el relato de Ángela Carballino y la
última un epílogo del autor. Sobre la estructura interna, podrían
separarse tres pares: secuencias 1-3 (noticias preliminares sobre el personaje
que Ángela conoce aún de oídas), secuencias 9-20 (cuerpo central del relato que
finaliza con el desvelamiento del secreto), secuencias 21-24 (final del relato
de Ángela).
Lo más destacado del estilo es cómo se va
configurando progresivamente la imagen de San Manuel mediante anécdotas, cómo
se mantiene la intriga del secreto, así como la autenticidad de los diálogos en
que se desvela el conflicto íntimo de los personajes. El
simbolismo y el lirismo también son destacables: simbolismo de los nombres
(Manuel, nombre de Cristo, Ángela o mensajera, Lázaro el resucitado), de los
lugares (el nogal, la montaña, el lago, Valverde de Lucerna). Es una prosa
densa de ideas, con preferencia por la paradoja.
Pío Baroja suele
agrupar sus novelas en trilogías (La lucha por la vida, La raza, La tierra
vasca, etc.) Piensa que la novela es “un saco donde cabe todo” (lo
psicológico, lo filosófico, la aventura, etc.). Destaca su novela El
árbol de la ciencia, en la que Andrés Hurtado, joven médico rural
destinado a Alcolea del Campo, constata sus peores presagios acerca de la
realidad de su profesión y su vida. Desencantado, amargado, cree hallar una
tabla de salvación en su matrimonio con Lulú y en el hijo que ambos esperan.
Hacia el final de la novela, la muerte del niño y de su mujer acaba por
desmoronar su frágil esperanza. Andrés Hurtado se encierra en su habitación y
se suicida sin aspavientos, como una consecuencia lógica más de su desastrada
vida.
Por otra parte, tenemos a José Martínez Ruiz, Azorín. Las novelas que integran la primera trilogía de
Azorín apenas tienen trama ("ante todo no debe haber fábula"). Están
dominadas por el personaje central de cuya evolución las novelas toman forma y
ritmo. Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño
filósofo son una sucesión de estampas descriptivas basadas en los
recuerdos de su infancia y adolescencia, de sus amigos y profesores, de sus
excursiones por España y sus impresiones. Pero, a pesar de esto, en ningún otro
autor de la generación aparece el tema del tiempo con el carácter obsesivo que
tiene en Azorín, ni con mayor variedad de matices dentro de la monotonía de su
obra.
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Por último, Ramón María del Valle-Inclán y Montenegro cultiva una
novela modernista y decadente al principio (Flor de santidad, Sonatas:
de estío, de primavera, de otoño, de invierno), atraviesa luego por un
periodo de novelas bárbaras (Comedias bárbara: Águila de blasón, Romance
de lobos, Cara de plata) y finaliza llevando al género novelesco el
esperpento que caracterizaría a su teatro a partir de 1920: Tirano
Banderas, El ruedo ibérico, La corte de los milagros, etc.
La
novela novecentista y vanguardista.
El Novecentismo fue un movimiento cultural impulsado por grandes
ensayistas: José Ortega y Gasset y Gregorio Marañón, Eugenio d´Ors... Ante el
dilema de europeizar España o "hispanizar" Europa, planteado por
Unamuno, esta nueva generación tiene clara voluntad europeísta. Los mejores
frutos los tenemos en la actividad ideológica desplegada a través del ensayo o
del artículo periodístico, aunque también se adscriben a esta generación
novelistas de la talla de Pérez de Ayala o Miró.
Ramón Pérez de Ayala es el mejor
representante de la llamada novela intelectual. Novelas protagonizadas
por Alberto Díaz de Guzmán: La pata de la raposa y Troteras
y danzaderas. Novelas poemáticas de la vida española: La caída de
los limones. Tigre Juan, reflexión sobre el mito
literario del don Juan.
Por otro lado, Gabriel Miró hace
que la acción de sus novelas deje de ser el elemento fundamental y pasa a ser
soporte para sus espléndidas descripciones. Es el máximo representante de la
novela lírica: Las cerezas del cementerio, Nuestro Padre San Daniel, El obispo leproso.
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Coetáneos de la generación del 14 son los movimientos de vanguardia,
tradicionalmente conocidos como "ismos", movimientos rupturistas que
llevaron también este espíritu rompedor a la novela. Las técnicas narrativas se
alimentan ahora del nuevo perspectivismo y el collage del cubismo o del
simultaneísmo; los objetos fetiche de la modernidad entran de manos del
futurismo; la deformación sistemática de la realidad cercana al esperpento es
un rasgo expresionista; el humor dadaísta que entroncará luego con el humor del
absurdo; escenas oníricas del subconsciente de manos del surrealismo…
En definitiva, la novela adoptará rasgos, técnicas y contenidos propios del
arte nuevo: vitalismo, intrascendencia, antimimetismo o antirrealismo,
experimentación... Desde el siglo XIX la novela ha sido el género burgués más
leído; con las vanguardias, al cultivar los narradores un arte elitista y
distanciarse del gusto mayoritario, se requieren al lector nuevas formas de
leer.
El mejor representante de la novela vanguardista es Ramón Gómez de la Serna. El mundo para él era un circo
grotesco, sólo describible en términos de humor con un poso de amargura.
Espíritu en permanente ruptura con las convenciones, crea la greguería (humor +
metáfora): “De la nieve caída en el lago nacen los cisnes”. Como novelista, se
desinteresa por el argumento, que sustituye por cuadros, divagaciones... Su
carácter crítico y sarcástico se ve reflejado en las novelas y relatos breves,
en especial en obras como El Chalet de las rosas, análisis de la
psicología criminal; El torero Caracho, visión grotesca del
ambiente taurino, y El caballero del hongo gris, descripción del
mundo de la vana apariencia y la superficialidad. Destacables son también sus
novelas eróticas Senos y La viuda blanca y negra.
Escribió un libro de memorias en dos volúmenes, titulado Automoribundia y Nostalgias de Madrid.
La
novela de la Generación del 27.
El clima cultural en el que surge la joven novelística de la Generación del
27 se caracteriza por una actitud antirrealista y por un decidido afán
experimental. Esta nueva narrativa se congregó en la serie Nova Novorum de
la Revista de Occidente. Allí se fragua un tipo de relato que ensaya la
incorporación a la narración del estilo metafórico propio de la poesía, del
fragmentarismo en boga en las artes plásticas y de la visión dinámica aprendida
en el cine.
Se trata, por tanto, de una novela en la que la narración se libera de la
dependencia de la historia, que rompe con la disposición lineal del tiempo, y
que abre un amplio espacio para el distanciamiento irónico o humorístico. Toda
la narrativa del 27 se puede ordenar en dos grandes vertientes: la novela
lírico-intelectual (Benjamín Jarnés, Mauricio Bacarisse, Francisco Ayala,
Pedro Salinas) y la novela humorística (Jardiel Poncela). Sin embargo,
la crítica ha ignorado, cuando no despreciado, la importancia de este relevante
grupo de escritores que sintoniza perfectamente con las modernas tendencias
europeas de la época.
La
novela de la Guerra Civil.
Durante la contienda la literatura se pone al servicio de los ideales,
de manera que encontramos novelas que apoyan a ambos bandos: el nacional y el
republicano. Finalizada la guerra, muchos autores se van al exilio y otros
permanecen en España sometidos a la censura.
Mención aparte merece Ramón J. Sender
por todas las vicisitudes que padeció durante la guerra. Obtuvo el Premio
Nacional de Literatura por su novela Mr. Witt en el cantón.
Combatiente republicano y esposo de una mujer asesinada por las tropas franquistas,
a duras penas recuperó a sus hijos en Francia para pasar de nuevo a España y
seguir luchando hasta que, cansado de las disputas internas republicanas,
abandonó la lucha, no sin antes dar con sus huesos en un campo de
concentración. Pasó posteriormente a México y Estados Unidos, y no volvería a
España hasta los años setenta, aunque murió en San Diego sin cumplir su sueño
de volver a establecerse en España.
La Guerra Civil provoca una ruptura muy profunda: quedan rotas o
abandonadas las tendencias renovadoras y experimentales. El contexto no era
propicio a las experimentaciones narrativas: aislamiento cultural, falta de
maestros (muertos o en el exilio), censura, auge de las traducciones para
llenar el vacío editorial, éxito de la novela evasiva o la novela de guerra.
Ni siquiera las propuestas más próximas de Ramón
Pérez de Ayala, Gabriel Miró o Benjamín Jarnés tienen continuación. Parece como
si la novela de posguerra entroncara con el realismo del XIX, tendencia que ya
se había manifestado en los años inmediatos de preguerra, pero cuyos frutos
habían desaparecido de la circulación por causa de la censura.
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